Opinión

¿Puede el turismo ser sostenible?

El País


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Aunque propicie el entendimiento mutuo entre culturas, el viaje masivo se está convirtiendo en una suerte de colonialismo por el que las comunidades de acogida se amoldan a las exigencias de los visitantes

Por José Fariña Tojo

En estos momentos, con un turismo casi desenfrenado, puede ser interesante preguntarnos por la sostenibilidad de una actividad tan extendida. Ya en el lejano 1988, la Organización Mundial del Turismo decía que el turismo sostenible era aquel “que conduce a la gestión de todos los recursos de tal forma que permita satisfacer las necesidades económicas, sociales y estéticas, manteniendo la integridad cultural, los procesos ecológicos esenciales, la diversidad biológica y los sistemas que apoyan la vida”. La definición que ofrece hoy es parecida aunque, en cualquier caso, el cumplimiento de las condiciones que se proponen es muy difícil, dados los distintos caminos que ha ido abriendo el sector, cada vez más alejado de tomar en consideración “las repercusiones actuales y futuras, económicas, sociales y medioambientales de las comunidades anfitrionas”.

A pesar de la avalancha de proyectos del llamado “turismo sostenible”, que casi nos agobian, se podría decir que viajar por placer es una de las actividades más insostenibles. Y lo es en tanto que consiste en llevar a cuantos más visitantes mejor, lo más lejos posible, para que se hagan una foto, la difundan convenientemente por internet, y devolverlos al punto de partida. Todo ello consumiendo energía, contaminando, modificando las condiciones de los destinos –casi siempre haciendo desaparecer sus valores naturales o diferenciales–, o construyendo infraestructuras generalmente muy poco ecológicas. Cambiar esta dinámica conlleva problemas, sobre todo, porque en muchos lugares se ha convertido en la única actividad económica que permite sobrevivir a la población local.

El turismo no es el diablo contra el que hay que luchar. El dispendio de planeta que produce se puede justificar en algunos casos. Entre las justificaciones de mayor interés destacan dos. La primera es el reequilibrio de rentas entre los visitantes y los residentes. Generalmente, la capacidad económica del turista es mayor que el de la población local. Sobre todo, cuando se trata de turismo de naturaleza. Hay que conseguir que parte del beneficio generado se quede en el destino, pero no es fácil. Particularmente en aquellos países o territorios de rentas bajas que suelen quedarse con las migajas del negocio, mientras que se enriquecen cada vez más los emisores e intermediarios. En algunos casos, las sociedades receptoras no se benefician ni en un 5% de las ganancias totales. Pero incluso este porcentaje suele considerarse mejor que nada.

Otra justificación subrayable se refiere al incremento del conocimiento. Se supone que el intercambio de ideas, culturas y costumbres entre el turista y la población local va a redundar en un mejor entendimiento mutuo. Y, en definitiva, en una mayor tolerancia. El problema es que, en muchos casos, lo que se produce es una imposición de ideas, culturas y costumbres por parte del visitante. Hasta tal punto que, poco a poco, la población local se va acomodando a sus exigencias que, en gran medida, lo único que busca es un selfi para enviar a sus amistades. Y para ello requiere las comodidades a las que está acostumbrado, desde comidas a transportes, pasando por el alojamiento.

En ocasiones, la avalancha turística es de tal magnitud, multiplicando en número a la población local, que se trata de una auténtica invasión. Que, además, solo se produce en determinados momentos temporales, dejando vacío el resto del año en términos de empleo y actividad. A veces, incluso, miseria. En determinados casos, esto se percibe así por la comunidad receptora que se manifiesta con protestas y llega a crearse una cierta turismofobia. El conocimiento mutuo es, por tanto, una justificación de difícil cumplimiento. Con la agravante de que lo diferencial (aquello que busca el turista) se borra paulatinamente y hay que recurrir a una recreación continuada del producto turístico.

Incluso, aunque se produzca alguna de estas justificaciones, no es suficiente. Derivadas de ellas, cabe señalar algunas condiciones que podrían mejorar la sostenibilidad de esta actividad, tanto en el lugar de recepción como en el planeta en general. El turismo masivo, transportando a mucha gente y recorriendo largas distancias muy rápidamente, implica un consumo de energía y una contaminación que no pueden ser asumidos.

El problema es de gestión. Es común que los destinos no cuenten con profesionales locales con iniciativa y visión suficiente para que se pueda producir un reequilibrio de rentas. Entonces, ¿qué sucede en los atractivos turísticos basados en el territorio? Puesto que el territorio no se puede desplazar o directamente sustraer (como algunos elementos culturales todavía emplazados en museos de determinados países ricos), se produce una suerte de colonialismo encubierto. Así, son agentes ajenos al territorio los que, en realidad, se lucran de la actividad turística, considerando el lugar de recepción como propio, lo que dificulta que el deseable reequilibro de rentas se cumpla. Pero se trata de algo muy importante.

Es imprescindible cambiar el modelo reduciendo consumo, contaminación y urbanización del territorio. Una transformación que, probablemente, sería interesante para el sector, ya que implicaría diversificar un producto generalmente basado en un turismo extensivo por otro más respetuoso. Y la diversificación es siempre interesante para los negocios.

Las consecuencias de la excesiva explotación del planeta son abundantes, pero, probablemente, una de las más importantes sea el cambio climático. Este es el talón de Aquiles de algunos tipos de turismo extensivo como el llamado “de sol y playa”. Ya se empieza a notar preocupación en algunos destinos, no solo por las olas de calor que afectan en parte al turismo de sol (demasiado sol) y al turismo de nieve, sino también por el aumento del nivel del mar, que representa ya una amenaza para algunas zonas costeras.

Habría que empezar a tener previstas algunas medidas. No solo de mitigación, imprescindibles para que esto no siga adelante, sino también de adaptación, considerando que el cambio climático es una realidad, y sus impactos ya se notan. También en los destinos turísticos tal y como los conocemos.

Además, sería recomendable empezar a prestar mayor atención a las condiciones locales como la conservación de la naturaleza y de las culturas, que es fundamental, como dice la citada definición de la OMT cuando habla del mantenimiento de la “integridad cultural, los procesos ecológicos esenciales, la diversidad biológica y los sistemas que apoyan la vida”. Y no solo desde una perspectiva medioambiental, sino también de la preservación del propio producto turístico que, muchas veces, está basado en las condiciones naturales del sitio. Si estas se destruyen, dejarían de ser un destino atractivo, lo que mermaría las rentas que generan y permiten la supervivencia de la población local.

José Fariña Tojo es catedrático de Urbanismo y Ordenación del Territorio. Profesor Emérito de la UPM.