Opinión

Recordar el enamoramiento

El País


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En otra entrega de ‘Letras Americanas’, el boletín sobre literatura latinoamericana de EL PAÍS América, Emiliano Monge escribe sobre los libros leídos y que conservan para siempre la nitidez de sus emociones

Por Emiliano Monge

Hay libros, querido lector, que uno vuelve a abrir de tanto en tanto, para descubrir que ahí sigue la misma emoción que se experimentó en la primera lectura.

“Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria de aquellos años. Y a nadie le  importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”, escribió José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, esa hermosísima novela que, además, debió ser una de las últimas que se publicaran como folletín.

La sentencia que recién cito del narrador, quien recuerda en la misma medida en que nos va contando la historia de la ciudad en donde le tocó vivir su infancia y la de su primer enamoramiento, haciendo que el tiempo avance hacia adelante y hacia atrás, como vectores opuestos, continúa: “Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años”. Recuerdo la novela de José Emilio Pacheco, sin embargo, no porque buscara aquella emoción de la primera vez sino porque fue la primera que vino a mi cabeza cuando terminé de leer Animales luminosos, del escritor peruano Jeremías Gamboa... o no, la recuerdo y la menciono acá, más bien, porque la novela que me vino a la cabeza, poco después de cerrar el libro de Gamboa, fue la última del escritor argentino Mauro Libertella, Un futuro anterior, que a su vez me hizo, entonces, evocar la de Pacheco. Eso fue, pues, lo que pasó: cuando ambas estuvieron en mi mente, recordé Las batallas en el desierto.

Un futuro luminoso

Quizá, si Un futuro anterior no hubiera llegado a mi memoria, si solo hubiera estado pensando, masticando, en realidad, las abrumadoras sensaciones de rabia, impotencia y desamparo que deja en el cuerpo el libro de Gamboa, en vez de Las batallas en el desierto habría recordado otro de esos libros que conservan para siempre la nitidez de sus emociones: Ciudades desiertas, de José Agustín —quien, al igual que el peruano, cuenta una historia que transcurre en una ciudad universitaria del gringo, cargada con dos de las lozas más pesadas de nuestras taras, el racismo y el machismo—, así como, si no hubiera apenas terminado de leer el libro de Gamboa, o si me hubiera puesto a recordar antes de leerlo, es decir, si hubiera recordado recordando tan solo el libro de Libertella, en vez del de Pacheco y, claro, en vez también de Ciudades desiertas, habría pensado en, por ejemplo, la obra diarística de Mario Levrero.

Pero lo cierto es que tenía ambos libros en la cabeza y que por eso recordé el de Pacheco. Y es que tanto Gamboa como Libertella —las sensaciones que deja el libro del argentino, que cuenta la historia de un amor que no tenía permiso en el pasado pero que solo al consumarse da permiso al futuro y que nos asoma así a la idea de que la pérdida es a veces necesaria para ganar lo que se tiene y de que la cotidianidad no es sino una condena al desengaño, no son abrumadoras pero sí que son avasalladoras, diferencia que bien podría deberse a que, mientras el autor de Animales luminosos redobla su apuesta desde la fuerza de una narración que parecería “una bola de fuego”, el de Un futuro anterior lo hace desde el convencimiento de una suerte de autobiografía ensayística (de ahí, también, que yo pudiera haber pensado en Levrero)— conectan con esa tradición que cuenta un pasado que avanza hacia atrás pero también hacia delante.

Con esa tradición que cuenta un pasado que avanza hacia atrás pero también para adelante, además de que ambos narran la historia de una relación de juventud que habrá de convertirse ya sea en una presencia que lo dota todo de sentido o en una ausencia que irradia la falta absoluta de sentido —lo que es ganancia en el libro de Libertella, es pérdida en el de Gamboa, al tiempo que lo que es ganancia en el del peruano, es pérdida en el del argentino: la siempre dura y dolorosa maduración de una individualidad en un mundo que acecha con colmillos afilados—, al tiempo que ambos, claro, condensan y resumen una época que, de golpe, se nos presenta ya sea como un país, ya sea como un mundo o ya sea como una era extraviada para siempre. Y acá da igual que sea el país, el mundo o la era de la que se habla en la novela o que se trate del país, del mundo o de la era de la que se huye, cuando se habla en la novela.

La batalla y el desierto

La batalla y el desierto son, para decirlo de otro modo, diferentes para cada uno de los dos escritores, a pesar de que sus estrategias para contarlas sean similares y similares sean, también, a las de Pacheco: Libertella, ya lo dije, se distancia, primero, dejando claro el magma autobiográfico, que tanto Pacheco como Gamboa mantienen entre las sombras, por su parte, el peruano se distancia dejando claro que toda historia personal es también política, asunto que tanto Pacheco como Libertella mantienen más escondido, apartado, pues, entre las sombras más latinoamericanas de todas: las de la clase y las diferencias sociales, que no es que no asuman, pero que no convierten en tema.

De este modo, aunque ambos escritores comparten coordenada con Pacheco, Libertella se pasea por otro desierto, un desierto en el que se encuentra, ya lo dije, Levrero, y que acá vendría a ser el de la forma, una forma que no teme mezclar géneros y llevarlos a sus límites, mientras que Gamboa lucha otra batalla, una batalla en la que podría encontrarse, también lo dije ya, con José Agustín, y que acá vendría a ser la del fondo, un fondo que no teme aferrarse a un solo asunto para llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

El resultado son dos novelas estupendas, dos narraciones, una en los bordes del estilo, otra en el centro mismo de este, y dos historias, una en la que el reconocimiento del pasado hace posible el futuro y otra en la que el futuro solo es posible tras el desconocimiento del pasado.

Al final, como escribiera Pacheco en Las batallas en el desierto, sin imaginar que resumiría las novelas de Libertella y Gamboa: “el amor está bien, lo único demoniaco es el odio”.